Cerca del lago
Paimún, oscuro y silencioso como un estanque, donde
el tiempo se amansa junto con la corriente, el preferido
de los patos y los juncos, vivían hace mucho tiempo
dos hermanas: Painemilla y Painefilu.
Las dos eran jóvenes y hermosas,
y un día un gran jefe extranjero se enamoro de Painemilla.
La muchacha y el inca se casaron y se fueron a vivir a su
hermoso palacio de piedra, construido en la cercana montaña
de Litran-Litran.
Pronto Painemilla supo que esperaba un hijo,
y el inca convocó a los sacerdotes para que hicieran
sus profecías. Uno de ellos dijo que nacerían
un varón y una mujer, y que los dos, en señal
de distinción, tendrían en el pelo una hebra
de oro.
Como se acercaba el momento del nacimiento
y el inca tenia que viajar al norte, Painemilla le pidió
a Painefilu que subiera al palacio para hacerle compañía.
Así se reencontraron las dos hermanas,
pero las cosas ya no fueron como antes, Painefilu sentía
una envidia inconfesable de Painemilla, de su vida que parecía
tan fácil, tan placida, colmada de abundancia y de
amor... Odiaba su facilidad para hacerse querer y su aparente
ignorancia de los malos sentimientos... le dolía
verla acariciar distraídamente su vientre que crecía,
mientras se sentaba a tejer o a trenzar los Kupulhues, y
sola, durante muchas noches, no pudo pensar en otra cosa
mas que en los ojos amantes con que el inca había
mirado a su hermana al despedirse.
Painefilu trataba de disimular sus sentimientos
y cuidaba mucho a Painemilla, pero sentía que el
mundo se achicaba a su alrededor, que el corazón
se le volvía pesado y duro y que ya no podía
levantar la cabeza para mirar a nadie a los ojos.
Con el nacimiento pareció enloquecer:
convenció a su hermana de que había parido
una pareja de perritos y escondió a los hermosos
mellizos que habían recibido en sus brazos. Hizo
fabricar un cofre, acomodó en él a los bebes
y mandó que lo arrojaran en la zona más correntosa
el lago Huechulafquen. En el palacio Painemilla lloraba
espantada, mientras amamantaba a dos perritos.
Cuando el inca estuvo de vuelta, no hubo
manera de que perdonara a su mujer. Furioso, dando enormes
pasos que resonaban sobre las piedras del piso, con su mano
alzada como para castigarla, echo a Painemilla, la mandó
a vivir a la cueva de los perros e hizo matar a los cachorritos.
Painefilu, sombría, siguió viviendo en el
palacio, cada vez mas callada, como si todo lo que había
pasado pudiera tragárselo el silencio.
El agua del Huechulafquen se abrió
para recibir el cofre donde dormían los hijos de
Painemilla, y sé cerro sobre él cubiendolo
de espuma. Pero la caja se asomó unos metros mas
allá y se mantuvo milagrosamente a flote, oscilando
entre las olas, nadando en círculos en los remansos,
atascándose a veces entre las piedras y las plantas
de la orilla... dicen que Antü, el padre Sol, desde
le cielo, descubrió el cofre por el brillo de su
cerradura de oro y decidió protegerlo, dándole
calor o sombra según lo necesitara... hasta que,
cierto día, un hombre viejo que pasaba junto al lago
vio el cajoncito brillante, muy cerca de la costa, entonces
lo sacó del agua y se lo llevó a su casa,
admirado de su hermosa cerradura dorada. No lo abrió
enseguida porque era la hora de comer y no quería
hacer esperar a su vieja esposa.
La pareja comía su chaskiñ
cuando escuchó unos sonidos extraños, como
el entrechocar de huesos, que provenían del cofre.
Lo abrieron con cuidado y encontraron a los rubios mellizos
entre los cuales se destacaba, mas largo y brillante, un
pelo de oro.
Los viejos mapuches se asombraron mucho
de los recién nacidos, que se pusieron a crecer ostensiblemente
apenas los alzaron del cajón. Los criaron con amor,
aun sabiendo que nunca serian como ellos esos extraños
y hermosos niños que nunca comían y que, sin
embargo, se hacían tan grandes como hijos de dioses.
Un día, mientras el inca paseaba
tristemente por las inmediaciones del lago pensando, como
siempre, en que era un padre sin hijos, un esposo sin esposa
y en que nunca comprendería bien por qué,
vio a los mellizos que jugaban junto al bosque. Le atrajeron
de inmediato esos chicos solitarios, un niño y una
niña, que tendrían la edad de los suyos si
estos hubieran sido humanos como se esperaba... quiso conversar
con ellos y, al acariciar la cabeza del varón, sintió
en su palma el pelo de oro. De esa manera, en un instante,
los tres se reconocieron.
Pero el muchachito enfrento al inca con
violencia:
- No podemos llamarte padre!!! Echaste a
mama del palacio!!! Pasa frío y hambre entre los
perros!!! Se abriga con un cuero pelado y tiene que disputarle
la comida a los animales!!! Era una reina y vive peor que
un perro, porque piensa y recuerda....!!! Te repito: no
podemos llamarte padre!!!
Conmocionado, el inca mando que llevaran
a los mellizos al palacio de Litrán. Una vez allí,
su hijo volvió a increparlo:
- Queremos ver a mamá ahora mismo!!!!
No nos quedaremos ni un minuto si no la liberan y le devuelven
el respeto que se merece!!! Si no es así, te juro
que no mandarás por mucho tiempo!!!!
El inca obedeció, y así fue
como Painemilla y sus hijos se reunieron, se conocieron
y no se separaron nunca más.
De Painefilu, la traidora, se vengaron sus
propios sobrinos. La ataron, la empujaron afuera del palacio
y la obligaron a sentarse sobre una roca. Entonces el muchacho
saco un objeto que tenia guardado, alzo hacia el sol la
pequeña piedra transparente y rogó:
- Ayúdame, Antü!!! Que todo
tu calor atraviese mi piedra mágica!!! Que se convierta
en rayo, en antorcha, en la llama más azul, para
destruir a Painefilu!!!!
El prodigio se cumplió, y de Painefilu
solo quedo un montón de cenizas. Pero un pedacito
de su corazón no alcanzo a quemarse, y cuando llego
el viento a dispersar los vestigios, de entre el remolino
ceniciento salió volando un pajarito tornasolado.
Era el pinsha, el picaflor, que según
los mapuches predice la muerte, que vive inquieto y triste
como Painefilu. No se posa en las ramas ni roza con sus
alas el follaje como los otros pájaros; tiembla,
tiembla de miedo constantemente y, como si esperara un castigo,
se esconde en cavernas oscuras o se aferra con desesperación
a los acantilados.
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